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Cuando Noelia me pidió volvernos a ver no supe qué decirle. Habían pasado dos años desde que nuestros caminos se habían bifurcado hacia diferentes futuros. Noelia, la música de mis silencios, volvía a esta ciudad que la vio nacer, vivir, cumplir los veintitrés y luego proponerse ampliar sus horizontes para abandonar a aquel poeta que creyó haber escrito sus mejores líneas con los labios sobre su cuerpo. Me citó en la playa, para pasear sobre el muelle que se adentraba más de setecientos metros en el mar, desde donde puede observarse ese atardecer de invierno que quedó grabado a fuego en mi memoria. No tuve más remedio que decirle que sí, fingiendo una voz serena que enmascaraba las ansias que en el fondo sentía por volver a verla.
El día previsto, llegué y la encontré apostada a la entrada del muelle. «Quise venir antes para recorrer el lugar sola antes de que llegaras», me dijo. Estaba radiante; los meses de intenso trabajo no le habían conseguido dibujar una sola marca de expresión. Radiante, como el sol mirándose al espejo. Radiante, como debe sentirse una estrella que sabe que más de un incauto la mira para pedirle un deseo. Noelia, que siempre fue más valiente que yo, me tomó del brazo y así accedimos hasta el final del muelle. «Aquí nos besamos por primera vez», murmuró. La mención a aquel suceso me trajo mil imágenes a la mente. Un abrazo, un aroma, un tacto, un miedo, un abismo, un beso. Fue un beso el que nos robó las palabras, fue un abrazo el que se llevó la duda, fue el tacto el que confirmó nuestra presencia, fue su aroma el se quedó para siempre, fue el abismo el que nos recibió en la caída.
Y ahora, a varios años de distancia de aquel día, la miraba y no sabía por qué. Por qué tuvimos que dejarlo, porqué vaciamos el revólver disparándonos a nosotros mismos. ¿Nos odiábamos tanto como para querer matarnos, o nos queríamos lo suficiente como para no morir juntos? Pero ocurrió y ahora la encontraba asida de mi brazo, con sus ojos fijos en los míos, como si pudiese leerme por dentro. Después vi el mar, y al sol mirándose en el espejo del agua. Luego el deseo abrió de nuevo el abismo. Noelia me miraba esperando. Y entonces fue cuando supe que no quería perderla de nuevo. Quizá tuviera que pagar el precio del ahogo, del tiovivo de la vida que nos trae tarde o temprano al mismo sitio y a la misma persona. Pero supe que la quería al no haber regresado en más de dos años a aquella playa solo. Supe que la quería al no haberle contado a nadie que ella nunca se había ido y que mi soledad era totalmente voluntaria. Entonces la besé. La besé en aquella playa. Y el abrazo, el tacto y el aroma hicieron el resto.
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